La anatomía patológica
La anatomía
patológica, adentrándose hasta la fisiopatología histiositaria microscópica y
la morfología macroscópica, significó desde los tiempos pretéritos de su doctrinario
fundador, J. Bautista Morgagni, un decisivo paso adelante para la investigación
clínica. Las especialidades otorrinolaringológicas, neurológica, psiquiátrica,
gastroenterológica, hepatopancreática, hemolinfática, urogenital, ginecológica,
cardiocirculatoria pulmonar y broncopleural cutánea y parasitológica, fueron
consecuencia obligada del desarrollo de aquella disciplina.
A los
conocimientos “quimicoanalíticos” que conformaron otro importante avance para
la medicina, se sumaron los aportados por la electrofísica, tanto en su aspecto
electroestático, como así también en su acción electrodinámica.
Los rayos X
descubiertos por Roentger, fueron acompañados por las numerosas aplicaciones
técnicas de la ciencia radiográfica en forma de teleradiografías, gastroenterocolografías,
colecistografías, pielografías, tomografías, encéfalografias, sistografías,
colpografías y angioflebografías diversas.
Al campo
electrolítico debemos las aplicaciones de electroforesis y de que Einthoven,
descubrió la manera de registrar las ondas eléctricas que producen el influjo
nervioso sobre la corriente cerebral, que es lo que patetiza el “electroencéfalograma”.
Anécdota apocalíptica
El
doctor Epiménides Paralelipomenos, oriundo de la península grecolatina de
Calímano, cuna del cíclope Polifemo, según el trágico vernáculo Eurípides el
olímpico, pese a su titulo de catedrático de otorrinolaringología y clínica
pediátrica, cada vez que aprehendía el bisturí en el quirófano para practicar
una gastroenterostomía/trasmesocólica/posterior, ocurría una catástrofe
sanguínea u osteológica a causa del equívoco del diagnóstico
químico-bacteriológico o del pronóstico radiológico. Su idiosincracia
escolástica y leguleya, sin embargo, de tipo o prototipo psicopático con algún
tripanosoma alérgico, permanecía impertérrita ante los pusilánimes epígonos que
circuían al siniestrado con el ánima próxima a la lipotimia. Tomaba el especulo
y le hacia un exámen endoscópico, ordenando una transfusión de albúmina a fin
de reactivar la dinámica del sístole y del diástole momentáneamente estática y
paralítica. Luego, apelaba al oxigeno o
a los narcóticos analgésicos o le aplicaba barbitúricos o antibióticos por vía
intravenosa con el propósito de soslayar el colapso ineluctable del paciente
inerme y en decúbito espinal. Entretanto, en el paraninfo de la cátedra había
un chisgarabís anfobológico que rompía el protocolo de los catecúmenos del
policlínico que seguían prosopopéyicamente el intríngulis del dómine
hipocrático, tosiendo estentóreamente como si tuviese un forúnculu en el
apéndice nasal o una catarrosis de síndrome enigmático con traqueostoma
cancerífero. El epílogo de la intervención quirúrgica del fantástico
Paralelipómenes era geométricamente terrorífico y patidifuso a causa de que el
interfecto terminaba sin atmósfera en la geometría de una necrópolis lúgubre y
tétrica llevando por todo escapulario el salvoconducto de un certificado de
defunción.
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