El amarillo titilante del semáforo parecía avisar que era tiempo de terminar la jornada y guardar todos los chiches que sirvieron para hacer malabares. El traje de payaso era también su ropa de viaje, por lo que no tuvo que preocuparse más que de llenar el bolso con sus antorchas y clavijas.
Se quedó sentado sólo en un banco de la placita Dorrego. Ahí dejo volar sus sueños por todas las direcciones que su imaginación le ofrecía... Quedó su mirada perdida en mañanas, que se convertían en ayeres, demasiado rápido. Su enorme sonrisa roja no podía disimular su mirada melancólica, alimentada del ritmo lento que nacía bajo su pechera naranja y verde con enormes botones azules.
Se paró y con un suspiro eligió la calle que le pareció más tranquila para retornar a cualquier parte, porque sabía que era sólo allí, donde encontraría sus esperanzas escapadas, sus deseos, sus utopías. En alguna esquina perdida, tal vez, hallaría lo que anhelaba; lo importante era caminar, aún con la vereda rota, después de todo, es preferible avanzar a tropezones que patinar en el mismo lugar, aunque llevara la mirada clavada apenas delante de la punta de sus zapatones amarillos.
A mitad de viaje de un destino desconocido, se detuvo frente a una enorme pared, iluminada por un foco ubicado en la vereda de enfrente. La potente lámpara debía iluminar un cartel oxidado, doblado y torcido, estoicamente aferrado a la baranda derecha de un enorme balcón. Alguien, sin duda, lo movió; y ahora, enfocado al paredón, transformaba su superficie en un escenario, lo convertía en un lugar que esperaba por alguien que le diera una gota de vida. Tal vez, un payaso.
El bolso quedó sobre la vereda. Sus brazos se extendieron con la forma de su sonrisa y aprovechando la falta de público, comenzaron a danzar en cientos de formas grises sobre el blanquecino cemento. Todo su arte solo para él, por el placer de crear imágenes perfectas, para tener la ilusión de creer... de creer en la increíble realidad de una sombra que no se puede atrapar. Ahora ya no solo sus manos y brazos giraban locamente, su cuerpo bailaba al ritmo de una música que nadie escuchaba, y que acompañaba a su única y multiforme sombra; pero comprendió que la luz, alta y lejana a su espalda, era la verdadera dueña de su juego chinesco. Palomas, conejos, marionetas... nada de lo que inventaba podía atrapar, contener ni acariciar. Todo desaparecía ni bien acercaba sus manos a ese telón rígido e improvisado. Sus propias imágenes no le pertenecían.
Tomó su bolso sin quitar la vista de la pared. Dejó sus brazos caídos ante una batalla perdida. Se sentó en la frontera distante que marcaba la vereda vecina y pensó: "Ya es muy tarde. El sol va salir como siempre. Otras sombras taparán mis sombras... pero algo me pertenece, mi momento de magia me lo quedo yo, por siempre..
Rubén Chamorro
No hay comentarios:
Publicar un comentario