Brilló
el sol tibio. Como vergonzoso, intentaba desperezarse detrás de una nube… una
nube que podía tener forma de oveja o de ángel, que podía parecer una montaña o
una muñeca pálida y con trenzas. El viento fuerte que soplaba allá, muy alto, las transformaba
en todo aquello que uno deseaba ver.
Don
Beto se asomó por la ventana, con su sonrisa desdentada y una mirada nostálgica
y estudió detenidamente el panorama de una calle que aún no despertaba. Con sus
manos, ya torpes, cruzo sobre el pecho la bufanda negra, dejando cada extremo
bajo las axilas y luego se puso el grueso pullover negro. Ahora sólo faltaba la
campera de corderoy marrón que tenía desde hacía muchos años y la gastada boina
negra.
Su
paso era lento y a veces vacilante, pero siempre había una silla cerca, de la
que podía agarrarse por si acaso tuviera un tropiezo. La vista, que había
desmejorado mucho en los últimos años, aconsejaba no cambiar los muebles de
lugar porque, durante sus habituales caminatas nocturnas, podría llegar a
golpearse. “el orden implica seguridad…” afirmaba siempre.
Todos
los días se le hacían largos, sin embargo, sabía que a pesar de esto, las hojas
del almanaque caían cada vez más rápido, aunque eso, no por írónico dejaba de
ser cierto.
El agua de la pava soplaba y silbaba una nube
transparente de vapor, urgida por el fuego que la consumía; Don Beto tomo la
pava de la manija de madera negra, semi quemada por las veces que quedaba
inclinada sobre el costado y se recalentaba con la llama que se asomaba,
provocadora, por el lateral de aluminio abollado; y su mano de piel oscura,
gruesa y encallecida, no se inmutó por la temperatura. Se sirvió su
acostumbrado té con leche mientras su mente hurgaba el baúl de los recuerdos y
planificaba su nuevo día, que por cierto, no era uno cualquiera. El de hoy era
un día muy especial. En silencio desayuno tranquilo y entre sorbo y sorbo de la
taza, otra sonrisa le levantaba ligeramente las mejillas. Después de ordenar la
cocina, miró nuevamente por la ventana hacia la calle y pensó: “Ya es hora…”
Tomo
una vieja silla y la llevó, arrastrándole una pata, hasta la vereda. Volvió hasta el
patio por una escoba y pacientemente empezó a barrer; despejó de ramas y hojas todo el espacio que cubría su
añoso árbol, luego tomó asiento en lo que sería su improvisada escalera y se quedó allí, sólo…
esperando; solo esperando…durante horas.
Desde
el otro lado del cerco, lo observó su
vecino, quien intrigado por la actitud tan pasiva del viejito, le pregunto si
necesitaba algo, si le podía ser útil. El frío, pensó, no le haría bien a su
edad. Don Beto, agradecido, le contesto
que no precisaba nada, que nada mas tenía que esperar. Esperar. La cara
de desconcierto que despertó su respuesta lo llevó a ser un poco mas explicito
con sus palabras, que por cierto, nunca le faltaban.
“Este
árbol lo plante el dos de Mayo de 1933, a las cuatro de la tarde… no es
cuestión de memoria; lo plante con la ayuda de mi viejo el día que cumplí diez
años. El me dijo: ¡anota en alguna parte lo que hiciste este día ¡. Y así lo
hice, con un clavo, en el revoque de la pared… ¡ todavía se puede leer ! Hoy a las
cuatro de la tarde se cumplen setenta años… mire como está el pobre árbol, está
agotado, ya no da más… ¿se imagina cómo estará
por dentro ?, míreme a mí, se puede imaginar cómo estaré por dentro… En
ese árbol me trepé de chico para jugar y también para esconderme de alguna
paliza bien ganada, y en él hicieron lo mismo mis hijos y mis nietos; y de su
leña calentaba el agua en la cocina económica hasta que pudimos hacer la
cañería para conectar la garrafa, ¡esto fue poco tiempo después de instalar la
luz ! Un día, cuando me sentí vencido
por la vida, busqué y elegí su rama más gruesa y una soga… ¡qué época…! Y por
casualidad, vi que alguien, alguna vez, le ató un alambre en esa rama, que la
estaba lastimando, cortando. Pensé: ¿cuánto me dolería tener un alambre igual
en el brazo?. Así que fui a buscar las herramientas y se lo
quité; y tarde tanto que tuve tiempo de pensar : no te voy a lastimar también
con mis problemas… será otro día.
Eso
fue en 1972… ¡que año…!
Ya
pasó tanto tiempo… tanto pasó en este tiempo que ya pasó… ¡ y hoy cumplimos
años ! y decidí guardar dos recuerdos de mi árbol, como un regalo ¿sabe?. Voy a
esperar que caiga la primera hoja, después de las cuatro de la tarde para
guardarla. Esa será la más débil, la más la más inocente, la más ingenua; como
nuestros sentimientos más profundos, como el yo interior y escondido que cada uno tiene, necesitan ser
protegidos para que no se pierdan. Pero también voy a esperar la última hoja
que caiga de mi árbol. Esa será la más fuerte, la más astuta, la más hábil, la
de mayor voluntad; como aquello que necesitamos para proteger nuestra parte
frágil, siempre expuesta y vulnerable. A esa hoja hay que cuidarla, no hay que
perderla. Las dos hojas son los extremos de la vida que se tocan…”
La
última hoja finalmente cayó. El vecino preocupado y atento la observó caer en
un zigzag suave, sin el menor ruido, lenta y tímida, en paz, como la paz que
sentía don Beto; con la misma serenidad con que se detuvo la ambulancia frente
a la casa del viejito, quien sin perder su sonrisa desdentada, se llevo entre sus manos dos hojas y se perdió
atrapando sueños.
Rubén
Chamorro ´99
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