domingo, 28 de mayo de 2017

Conflicto y problema

La mayoría de ocasiones en las que nos enfrentamos a problemas interpersonales, la falta de éxito en la resolución es tan solo una cuestión de “definición”.
 Cuando nos enfrentamos a una situación difícil, nuestras emociones negativas se disparan y a veces nublan todo aquello que sí es importante, conduciéndonos a la total paralización frente a la dificultad. De repente nos sentimos atrapados, ahogados, no encontramos soluciones pero… ¿frente a qué estamos?

¿Sabes lo que es un conflicto?
Se trata de dos puntos de vista (mínimo) diferentes frente a una misma situación. No es más que eso. Por lo tanto… ¿Cuántos conflictos atravesamos a lo largo de un día? Los conflictos nos rodean, viven con nosotros, son parte del ser humano y además son una potente fuente de aprendizaje… si están bien enfocados.
 Como diría Freud: “Si dos individuos están siempre de acuerdo en todo, puedo asegurar que uno de los dos piensa por ambos”. El comportamiento agresivo-pasivo en la pareja
 Por lo tanto, tenemos que aceptarlos y saber gestionarlos.  Pero, ¿cuál es la solución de un conflicto? Lo obvio a veces es lo más importante: la resolución de un conflicto es tan simple y tan compleja como “llegar a un acuerdo”.
 A veces nos enroscamos en discusiones eternas que no llevan a ninguna conclusión, solo por tener “la razón”, cuando en la mayoría de ocasiones “la razón” es totalmente secundaria, casi todos los conflictos a los que nos enfrentamos puede ser resueltos mediante un acuerdo.
 Los acuerdos implican que las dos partes, hay que hacer hincapié: las dos, deben renunciar a algunos conceptos, a alguna prioridad, para conseguir el bien común. Toda resolución acarrea consecuencias, pero esas consecuencias no invalidan el acuerdo, es decir: me enfrento, negocio, y pierdo una parte a la vez que gano otra. La parte que pierdo es solo una consecuencia, por lo tanto no tiene el poder de hacer tambalear el acuerdo.
 Pero, ¿qué pasa si el conflicto es interno? Parece más complejo pero en esencia es la misma estructura: tengo dos puntos de vista diferentes frente a una misma situación, entonces, ¿qué pretendo? La respuesta es la misma: sí, llegar a un acuerdo.
 Para ello tengo que valorar alternativas y adoptar una decisión, aunque ésta conlleve consecuencias que impliquen pérdidas. Las pérdidas son asumibles, pues las ganancias se valoraron en conjunto y el saldo salió positivo. Por lo tanto, ¿De qué sirven el autocastigo o la autocrítica? De nada.
 Es cuestión de aceptar y validar las consecuencias. Al igual que en los conflictos que resolvemos de modo externo, nos encontramos con ganancias y consecuencias que debemos aceptar, en los conflictos internos ocurre lo mismo: la consecuencia es inherente a la resolución, por lo tanto debemos aceptarla y no castigarnos con ella contaminados por la emoción.
 La resolución se lleva a cabo libre de emoción, en frío y valorando las alternativas, por lo tanto la crítica que nos produce la aceptación de consecuencias no solo es innecesaria sino que también  es evitable.

Pero… entonces,  ¿qué es un problema?
Entendemos por problema una situación que se presenta y que “en este momento” no tiene solución. Y, ¿qué hacemos?  Volvemos a lo obvio y no menos importante: buscar la solución. En este caso lo primero es plantear una meta, dónde quiero llegar, cuál es mi objetivo, qué quiero conseguir.
 Una vez establecida la meta, ponemos en práctica las posibles alternativas para llegar a alcanzar la solución de nuestro problema, las valoramos, las sopesamos y entonces nos ponemos en marcha. Al igual que en los conflictos la emoción actúa como enemigo paralizante.
 La resolución a veces será sencilla y otras no, pero  no por ello deja de ser válida nuestra meta. El camino puede ser difícil, pero seremos constantes si sabemos dónde queremos llegar.
 No obstante al igual que aparecen dos tipos de conflictos (internos vs. externos), nos encontramos con dos tipos de problemas: los que tienen solución y los que no. Ya sabemos qué hacer con los primeros pero, ¿qué pasa con los segundos?, ¿Podemos hacer algo?
La respuesta es sí, y se llama aceptación.
 No podemos solucionar la pérdida de un ser querido ni podemos recuperar algo que se nos perdió… pero sí podemos  aceptar la realidad y hacer más pequeño su impacto en nuestras emociones, sólo así generaremos nuevas alternativas.

Cuando la solución es el problema

"Cuentan que una noche, un hombre que regresaba a casa encontró a su vecino debajo de un farol como si estuviera buscando algo que se le había perdido.
- ¿Qué te ocurre?, preguntó el recién llegado.
- He perdido la llave de mi casa y no puedo entrar, contestó.
- Te ayudaré a buscarla.
Al cabo de estar buscando concienzudamente por los alrededores del farol, el recién llegado pregunto a su vecino:
- ¿Estás seguro de haber perdido la llave aquí?
- No, perdí la llave allí, contestó señalando hacia un rincón oscuro de la calle.
- ¿Y qué haces buscándola debajo del farol?
- Es que aquí hay más luz.”

En ocasiones, intentamos una y otra vez la misma solución, aun cuando no nos da resultado.
 ¿No sería mejor optar por realizar algo diferente?

Soluciones ineficaces
 “Levantamos primero la polvareda y luego nos quejamos de no poder ver” (Berkeley)
 A menudo, la vida nos propone retos, dificultades o problemas ante los que respondemos poniendo en marcha diversas estrategias. Muchas de estas soluciones, resultan caducas para la situación presente, ya sea porque han sido tejidas desde la inercia o porque conforman antiguos patrones que resultaron eficaces en situaciones similares en el pasado. Pero en ocasiones, el principio de “más de lo mismo” no produce “sorprendentemente” el cambio deseado, sino que por el contrario, la solución es el problema.
 Por ejemplo, ante un problema de comunicación, presionamos para hablar al otro como modo de solución, consiguiendo con esta actitud que nuestro interlocutor se encuentre más incómodo y con menos ganas de hablar. O si tenemos dificultades para dormir, intentamos forzarnos a nosotros mismos a hacerlo mediante un acto de voluntad, con lo que únicamente conseguiremos estar más despiertos. O nos fijamos metas inalcanzables en un futuro ideal, que tan solo confirmarán nuestra creencia de que “no seremos capaz”.
 Así, vamos construyendo, ajenos a ello, un círculo vicioso que se mantiene y retroalimenta gracias a aquello que consideramos como la solución. Sin darnos cuenta, de que si lo interrumpimos, si cortamos esa repetición sistemática, probablemente se mostraría la resolución de la situación difícil ante nuestros ojos. Pero es nuestro afán y nuestra persistencia por hacer desaparecer lo desagradable, lo que en la mayoría de las situaciones mantiene y alimenta la dificultad.
 Así, en determinadas circunstancias, los problemas pueden surgir como resultado de un intento equivocado de cambiar una dificultad existente. El intento de hacer un cambio en la situación, o bien contribuye a acentuar el problema o constituye el problema en sí, como es el caso del hombre que intentaba encontrar la llave debajo del farol porque había luz. Su intento de solución era ineficaz, pero persistía una y otra vez, como si su problema se fuera a solucionar por arte de magia. Cuando sería más apropiado cambiar de estrategia.
 La vida y sus retos, a veces, nos exigen atención y en ocasiones nos sugieren lo contrario de lo que pensamos, pidiéndonos serenidad, lentitud y atención en nuestras observaciones y elecciones, que respiremos antes de actuar, familiarizándonos con la situación, las sensaciones y los pensamientos, para permitir que desde nuestro interior surjan las acciones precisas

(Una muy interesante nota, lamento no conocer al autor, el libro o la editorial para poder recomendartelo. Si encuentro alguno de estos datos, sin duda lo agregare).


sábado, 13 de mayo de 2017

El árbol

Brilló el sol tibio. Como vergonzoso, intentaba desperezarse detrás de una nube… una nube que podía tener forma de oveja o de ángel, que podía parecer una montaña o una muñeca pálida y con trenzas. El viento fuerte  que soplaba allá, muy alto, las transformaba en todo aquello que uno deseaba ver.
Don Beto se asomó por la ventana, con su sonrisa desdentada y una mirada nostálgica y estudió detenidamente el panorama de una calle que aún no despertaba. Con sus manos, ya torpes, cruzo sobre el pecho la bufanda negra, dejando cada extremo bajo las axilas y luego se puso el grueso pullover negro. Ahora sólo faltaba la campera de corderoy marrón que tenía desde hacía muchos años y la gastada boina negra.
Su paso era lento y a veces vacilante, pero siempre había una silla cerca, de la que podía agarrarse por si acaso tuviera un tropiezo. La vista, que había desmejorado mucho en los últimos años, aconsejaba no cambiar los muebles de lugar porque, durante sus habituales caminatas nocturnas, podría llegar a golpearse. “el orden implica seguridad…” afirmaba siempre.
Todos los días se le hacían largos, sin embargo, sabía que a pesar de esto, las hojas del almanaque caían cada vez más rápido, aunque eso, no por írónico dejaba de ser cierto.
El agua de la pava soplaba y silbaba una nube transparente de vapor, urgida por el fuego que la consumía; Don Beto tomo la pava de la manija de madera negra, semi quemada por las veces que quedaba inclinada sobre el costado y se recalentaba con la llama que se asomaba, provocadora, por el lateral de aluminio abollado; y su mano de piel oscura, gruesa y encallecida, no se inmutó por la temperatura. Se sirvió su acostumbrado té con leche mientras su mente hurgaba el baúl de los recuerdos y planificaba su nuevo día, que por cierto, no era uno cualquiera. El de hoy era un día muy especial. En silencio desayuno tranquilo y entre sorbo y sorbo de la taza, otra sonrisa le levantaba ligeramente las mejillas. Después de ordenar la cocina, miró nuevamente por la ventana hacia la calle y pensó: “Ya es hora…”
Tomo una vieja silla y la llevó, arrastrándole  una pata, hasta la vereda. Volvió hasta el patio por una escoba y pacientemente empezó a barrer;  despejó  de ramas y hojas todo el espacio que cubría su añoso árbol,  luego tomó asiento  en lo que sería su  improvisada escalera y se quedó allí, sólo… esperando; solo esperando…durante horas.
Desde el otro lado del cerco, lo observó  su vecino, quien intrigado por la actitud tan pasiva del viejito, le pregunto si necesitaba algo, si le podía ser útil. El frío, pensó, no le haría bien a su edad. Don Beto, agradecido, le contesto  que no precisaba nada, que nada mas tenía que esperar. Esperar. La cara de desconcierto que despertó su respuesta lo llevó a ser un poco mas explicito con sus palabras, que por cierto, nunca le faltaban.
“Este árbol lo plante el dos de Mayo de 1933, a las cuatro de la tarde… no es cuestión de memoria; lo plante con la ayuda de mi viejo el día que cumplí diez años. El me dijo: ¡anota en alguna parte lo que hiciste este día ¡. Y así lo hice, con un clavo, en el revoque de la pared…         ¡ todavía se puede leer ! Hoy a las cuatro de la tarde se cumplen setenta años… mire como está el pobre árbol, está agotado, ya no da más… ¿se imagina cómo estará  por dentro ?, míreme a mí, se puede imaginar cómo estaré por dentro… En ese árbol me trepé de chico para jugar y también para esconderme de alguna paliza bien ganada, y en él hicieron lo mismo mis hijos y mis nietos; y de su leña calentaba el agua en la cocina económica hasta que pudimos hacer la cañería para conectar la garrafa, ¡esto fue poco tiempo después de instalar la luz ! Un día, cuando me sentí  vencido por la vida, busqué y elegí su rama más gruesa y una soga… ¡qué época…! Y por casualidad, vi que alguien, alguna vez, le ató un alambre en esa rama, que la estaba lastimando, cortando. Pensé: ¿cuánto me dolería tener un alambre igual en el  brazo?.  Así que fui a buscar las herramientas y se lo quité; y tarde tanto que tuve tiempo de pensar : no te voy a lastimar también con mis problemas… será otro día.
Eso fue en 1972… ¡que año…!
Ya pasó tanto tiempo… tanto pasó en este tiempo que ya pasó… ¡ y hoy cumplimos años ! y decidí guardar dos recuerdos de mi árbol, como un regalo ¿sabe?. Voy a esperar que caiga la primera hoja, después de las cuatro de la tarde para guardarla. Esa será la más débil, la más la más inocente, la más ingenua; como nuestros sentimientos más profundos, como el yo interior  y escondido que cada uno tiene, necesitan ser protegidos para que no se pierdan. Pero también voy a esperar la última hoja que caiga de mi árbol. Esa será la más fuerte, la más astuta, la más hábil, la de mayor voluntad; como aquello que necesitamos para proteger nuestra parte frágil, siempre expuesta y vulnerable. A esa hoja hay que cuidarla, no hay que perderla. Las dos hojas son los extremos de la vida que se tocan…”
La última hoja finalmente cayó. El vecino preocupado y atento la observó caer en un zigzag suave, sin el menor ruido, lenta y tímida, en paz, como la paz que sentía don Beto; con la misma serenidad con que se detuvo la ambulancia frente a la casa del viejito, quien sin perder su sonrisa desdentada,  se llevo entre sus manos dos hojas y se perdió atrapando sueños.

                                                                                                                     Rubén Chamorro ´99

Una carrera desquiciada

El barrio donde vivía está compuesto por varias manzanas dispuestas en torno a una plaza central con forma circular. La plaza era tan pequeña que cuando iba a caminar a su alrededor, con sólo dar unos pocos pasos ya completaba la vuelta a la misma y me pasaba a mí mismo.
Como fui educado para la auto superación y la competitividad, me volví muy exigente conmigo,   así que al verme pasar a mi lado comencé a apurarme de tal modo que inmediatamente me puse a la par y volví a pasarme. Por supuesto que aceleré mis pasos y como consecuencia, volví a superarme.
Harto de verme sobrepasado por mí mismo, a pesar de los infructuosos esfuerzos por no dejarme vencer, me detuve exhausto. Cuánto más me apuraba, más rápido veía mi espalda frente a mí. No sabía si esto era un éxito o un fracaso. ¿Estaba ganando o perdiendo esta carrera desquiciada?
Frustrado por la dificultad que encontraba para vencerme, abandoné el barrio y me mudé a otro con una plaza enorme. Ahora estoy corriendo alrededor de ella y aunque lo hago con toda la energía  que dan mis piernas, no logro ni siquiera verme en el horizonte. Ya nunca me alcanzo. Para mi tranquilidad y consuelo, al mirar atrás, tampoco me veo seguir mis propios pasos.
He decidido ahora, caminar tranquilamente. Pero, por las dudas, cada tanto, me doy vuelta, si me veo venir, comenzaré a correr otra vez.

                                                                                   Rubén Chamorro ‘16

Boyando en la ciudad – cuento 1: “El partido”

Debía llegar a una reunión a las seis de la tarde, pero todavía faltaba mucho para esa hora. Camine lentamente, cada vez más. Me detuve en cada puesto de diarios y revistas que encontré, para leer las mismas tapas de los mismos diarios y de las mismas revistas… deje que cada semáforo pasara dos o tres veces por el verde que me habilitaba el paso y, aún así, el reloj casi no se movía. Lo ideal, lo lógico, lo más cómodo, era tomar un colectivo para hacer el tramo de treinta y dos cuadras que tenía por delante pero, ¿para qué?, si tenía tiempo de sobra. Caminar es saludable y después de ese paseo, me sentiría más sano, más fuerte pero, seguramente, también más cansado; para cuando esto último ocurrió, me sentí casi feliz de encontrar una plaza. Banco de cemento ante mis ojos. Me senté mirando hacia la avenida, pero enseguida me di vuelta para ver al grupo de pibes que jugaban a la pelota en una canchita imaginaria, entre árboles y canteros. Los chicos tenían entre siete y catorce años, según mi estimación. Al equipo de mi izquierda lo llame “a”, y al de mi derecha “b”. Todos corrían detrás de la pelota naranja, pequeña y un poco desinflada, sin hacer marcación “hombre a hombre” ni ninguna táctica conocida. Todos la perseguían y la pedían entre risas, gritos y gestos grandilocuentes. Sin peleas ni discusiones de ningún tipo. Sin embargo algo me llamo la atención (siempre hay algo que me llama la atención); uno de los chicos, de camperita blanca perfectamente manchada de tierra, a veces atacaba hacia un lado y luego hacia el otro. Los empecé a contar y eran once en total. Uno de los equipos ¿tenía un jugador menos?, sí y no. Tarde en darme cuenta de cómo eran sus reglas de juego, que obviamente eran muy claras para todos y por eso no se generaban peleas. El de blanco manchado jugaba para el equipo “a” y atacaba con toda su habilidad, hasta que la pelota estuviera en manos del arquero del “b”, o hicieran un gol, o la pelota saliera por atrás de la línea del arco. A partir de ese hecho, empezaba a jugar para el otro equipo, y con la misma energía, hasta que se repitiera la situación en el arco que, ahora era el contrario. Una solución salomónica, consensuada, equilibrada, justa y equitativa. Un “libero” total y literal. Jugaba para unos u otros indistintamente logrando un balance ante la ausencia de un tal Chucho que, según pude escuchar, hoy no pudo venir a jugar.
Los arcos no eran lo más apropiados. El del equipo “b” estaba hecho con dos mochilas y el del "a" era una pila de buzos por un lado y un enorme pino por el otro.
Había otras reglas que fui notando. No importaba quien estuviera atajando, si la pelota venia de alto, el arquero saltaba extendiendo su brazo hacia arriba y si no la tocaba, era: “alto”. Esto era por igual para todos, tanto cuando el que oficiaba de guardameta era el más chiquitín como para el de mayor estatura; todos sabían que saltar y no tocar el balón no era gol. El círculo central de la cancha era el patio de la plaza, en cuyo centro había una base de ladrillos que alguna vez sostuvo una escultura y a partir de ese punto se habrían veredas en todas direcciones. Los árboles les permitía ocultar la pelota al ser marcado por el defensor, interponiéndolo como un escudo, y la reja del cantero servía para hacer el rebote y lograr el esquive que necesitaba el apremiado atacante. El “lateral” no tenía una línea previamente fijada, no era en un lugar específico; si se alejaban mucho del centro en cualquier dirección, alguien decía ¡fuera, fuera! se  discutía unos segundos y se hacía el saque lateral.
Una paloma se detuvo, en medio del espacio de juego, buscando algo que picotear. Era obvio que ya conocía a los chicos y estos a la intrusa (que era más dueña del lugar que ellos), porque todos la esquivaron varias veces sin molestarla y el ave no se inmutaba ante sus corridas y bullicio.
Lo que me resulto muy notorio fue que a nadie le interesaba demasiado hacer un gol. Eso no era lo importante; lo que importaba era pisar la pelota, el esquive, tirar el caño, el amague, el taquito, la jugadita de lujo… que  no hacia enojar a nadie. Todo eso era pura diversión. El enojo, los gritos y las discusiones las guardaban para el partido del fin de semana en la canchita del club, ese si era un partido en serio; ahí se defendía una camiseta, un equipo. La plaza es otra cosa. Lo de hoy, en este lugar y a esta hora, es diversión y disfrute, nada más ni menos.
Finalmente, algunos se cansaron, a otros los llamaron para cumplir con alguna responsabilidad o compromiso y en pocos minutos el partido se diluyo entre sonrisas y reclamos. Mire el reloj, mire la avenida y seguí mi caminata a marcha lenta; era un buen momento para ir a tomar un café y que cada quien continúe con su vida.


                                                                                                 Rubén Chamorro ’14 

martes, 2 de mayo de 2017

Pá, Má, escuchenmé

                               (Es probable que tu hijo te lo quiera decir pero no lo hace…)
No me des todo lo que te pida. A veces sólo pido para ver hasta cuánto puedo tomar.
No me des siempre órdenes. Si en vez de ordenarme, a veces me pidieras las cosas, yo lo haría más rápido y con más gusto.
No cambies tan a menudo sobre lo que debo hacer. Decidite y mantené tu decisión.
Cumplí  tus promesas, buenas o malas. Si me prometes en permiso, dámelo, pero también si es un castigo.
No me compares con nadie, especialmente con mi hermano o hermana. Si me haces lucir mejor que los demás, alguien va a sufrir; y si me haces lucir pero que los demás, entonces seré yo quien sufra.
No corrijas mis faltas delante de nadie. Enseñame a mejorar cuando estemos solos.
No me grites. Te respeto menos cuando lo haces y me enseñas a gritar a mi también; yo no quiero hacerlo.
Deja que me valga por mí mismo. Si haces todo por mí, yo nunca podré aprender.
No digas mentiras delante de mí, ni me pidas que las diga por vos, aunque sea para sacarte de un apuro. Me haces sentir mal y perder la fe en lo que me decís.
Cuando yo haga algo malo, no me exijas que te diga “por qué” lo hice. A veces, ni yo mismo lo sé.
Cuando estés equivocado en algo, admítelo y crecerá la opinión que tengo de vos. Me enseñaras a admitir mis equivocaciones.
Tratáme con la misma cordialidad y amabilidad con que tratas a tus amigos. Porque seamos familia, eso no quiere decir que no podamos ser amigos también.
No me digas que haga una cosa si vos haces otra. Aprenderé y hare lo que vos hagas, aunque no lo digas, pero nunca lo digas y no lo hagas.
Cuando te cuente un problema mío, no me digas “no tengo tiempo para tus pavadas” o “eso no tiene importancia”. Trata de comprenderme y ayudarme.

Queréme y decímelo. Me gusta oírtelo decir, aunque no lo creas necesario, y cuando quieras, dame un abrazo porque también lo necesito y me gusta.

lunes, 1 de mayo de 2017

Cita citable

El primer amor que entra por el corazón, es el último que sale de la memoria.

El abrazo

El abrazo es agradable.
Ahuyenta la soledad.
Aquieta los miedos.
Abre la puerta de los sentimientos.
Alivia las tensiones.
Es un ejercicio de estiramiento para los de poca altura y de flexión para los altos.
Es ecológicamente aceptable, pues no altera el ambiente.
Ahorra energía al economizar calor.
Es portátíl, no requiere equipos especiales.
Hace más felices los días felices.
Hace soportables los días insoportables.
Estimula sentimientos de arraigo.
Llena los vacíos de vida y continúa ejerciendo efectos benéficos aún después de la separación

Necesito de alguien

Necesito de alguien que me mire a los ojos cuando hablo.
Que escuche mis tristezas y neurosis con paciencia y aún cuando no comprenda, respete mis sentimientos.
Necesito de alguien que venga a luchar a mi lado sen ser llamado. Alguien lo suficientemente amigo para decirme las verdades que no quiero oír, aún sabiendo que puedo irritarme.
Por eso, en este mundo de indiferentes, necesito de alguien que crea en esa cosa misteriosa, desacreditada, casi imposible: la amistad.
Que se obstine en ser leal, simple y justo. Que no se vaya si algún día pierdo mi oro y no pueda ser mas la sensación de la fiesta.
Necesito de un amigo que reciba con gratitud mi auxilio, mi mano extendida, aún cuando eso sea muy poco para sus necesidades.
No pude elegir a quienes me trajeron al mundo, pero puedo elegir a mis amigos.
En esta búsqueda empeño mi propia alma, pués con una amistad verdadera, la vida se torna más simple, más rica y más bella.
                                                                                                                 Charles Chaplin