Debía llegar a
una reunión a las seis de la tarde, pero todavía faltaba mucho para esa hora. Camine
lentamente, cada vez más. Me detuve en cada puesto de diarios y revistas que
encontré, para leer las mismas tapas de los mismos diarios y de las mismas
revistas… deje que cada semáforo pasara dos o tres veces por el verde que me
habilitaba el paso y, aún así, el reloj casi no se movía. Lo ideal, lo lógico, lo
más cómodo, era tomar un colectivo para hacer el tramo de treinta y dos cuadras
que tenía por delante pero, ¿para qué?, si tenía tiempo de sobra. Caminar es
saludable y después de ese paseo, me sentiría más sano, más fuerte pero, seguramente,
también más cansado; para cuando esto último ocurrió, me sentí casi feliz de
encontrar una plaza. Banco de cemento ante mis ojos. Me senté mirando hacia la
avenida pero enseguida me di vuelta para ver al grupo de pibes que jugaban a la
pelota en una canchita imaginaria, entre árboles y canteros. Los chicos tenían
entre siete y catorce años, según mi estimación. Al equipo de mi izquierda lo
llame “a”, y al de mi derecha “b”. Todos corrían detrás de la pelota, naranja,
pequeña y un poco desinflada, sin hacer marcación “hombre a hombre” ni ninguna
táctica conocida. Todos la perseguían y la pedían entre risas, gritos y gestos
grandilocuentes. Sin peleas ni discusiones de ningún tipo. Sin embargo algo me
llamo la atención (siempre hay algo que me llama la atención); uno de los
chicos, de camperita blanca perfectamente manchada de tierra, a veces atacaba
hacia un lado y luego hacia el otro. Los empecé a contar y eran once en total.
Uno de los equipos ¿tenía un jugador menos?, sí y no. Tarde en darme cuenta de
cómo eran sus reglas de juego, que obviamente eran muy claras para todos y por
eso no se generaban peleas. El de blanco manchado jugaba para el equipo “a” y
atacaba con toda su habilidad, hasta que la pelota estuviera en manos del
arquero del “b”, o hicieran un gol o la pelota saliera por atrás de la línea del
arco. A partir de ese hecho, empezaba a jugar para el otro equipo, y con la
misma energía, hasta que se repitiera la situación en el arco que, ahora era el
contrario. Una solución salomónica, consensuada, equilibrada, justa y
equitativa. Un “libero” total y literal. Jugaba para unos u otros
indistintamente logrando un balance ante la ausencia de un tal Chucho que,
según pude escuchar, hoy no pudo venir a jugar.
Los arcos no
eran lo más apropiados. El del equipo “b” estaba hecho con dos mochilas y el de
la izquierda era una pila de buzos por un lado y un enorme pino por el otro.
Había otras
reglas que fui notando. No importaba quien estuviera atajando, si la pelota
venia de alto, el arquero saltaba extendiendo su brazo hacia arriba y si no la
tocaba, era: “alto”. Esto era por igual para todos, tanto cuando el que
oficiaba de guardameta era el más chiquitín como para el de mayor estatura; todos
sabían que saltar y no tocar el balón no era gol. El círculo central de la
cancha era el patio de la plaza, en cuyo centro había una base de ladrillos que
alguna vez sostuvo una escultura y a partir de ese punto se habrían veredas en
todas direcciones. Los árboles les permitía ocultar la pelota al ser marcado
por el defensor, interponiéndolo como un escudo, y la reja del cantero servía
para hacer el rebote y lograr el esquive que necesitaba el apremiado atacante.
El “lateral” no tenía una línea previamente fijada, no era en un lugar
específico; si se alejaban mucho del centro en cualquier dirección, alguien
decía ¡fuera, fuera! se discutía unos
segundos y se hacía el saque lateral.
Una paloma se
detuvo, en medio del espacio de juego, buscando algo que picotear. Era obvio
que ya conocía a los chicos y estos a la intrusa (que era más dueña del lugar
que ellos), porque todos la esquivaron varias veces sin molestarla y el ave no
se inmutaba ante sus corridas y bullicio.
Lo que me
resulto muy notorio fue que a nadie le interesaba demasiado hacer un gol. Eso
no era lo importante; lo que importaba era pisar la pelota, el esquive, tirar
el caño, el amague, el taquito, la jugadita de lujo… que no hacia enojar a nadie. Todo eso era pura
diversión. El enojo, los gritos y las discusiones las guardaban para el partido
del fin de semana en la canchita del club, ese si era un partido en serio; ahí
se defendía una camiseta, un equipo. La plaza es otra cosa. Lo de hoy, en este
lugar y a esta hora, es diversión y disfrute, nada más ni menos.
Finalmente,
algunos se cansaron, a otros los llamaron para cumplir con alguna
responsabilidad o compromiso y en pocos minutos el partido se diluyo entre
sonrisas y reclamos. Mire el reloj, mire la avenida y seguí mi caminata a
marcha lenta. Era un buen momento para ir a tomar un café.
Rubén Chamorro ’14
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