lunes, 18 de abril de 2016

El partido

Debía llegar a una reunión a las seis de la tarde, pero todavía faltaba mucho para esa hora. Camine lentamente, cada vez más. Me detuve en cada puesto de diarios y revistas que encontré, para leer las mismas tapas de los mismos diarios y de las mismas revistas… deje que cada semáforo pasara dos o tres veces por el verde que me habilitaba el paso y, aún así, el reloj casi no se movía. Lo ideal, lo lógico, lo más cómodo, era tomar un colectivo para hacer el tramo de treinta y dos cuadras que tenía por delante pero, ¿para qué?, si tenía tiempo de sobra. Caminar es saludable y después de ese paseo, me sentiría más sano, más fuerte pero, seguramente, también más cansado; para cuando esto último ocurrió, me sentí casi feliz de encontrar una plaza. Banco de cemento ante mis ojos. Me senté mirando hacia la avenida pero enseguida me di vuelta para ver al grupo de pibes que jugaban a la pelota en una canchita imaginaria, entre árboles y canteros. Los chicos tenían entre siete y catorce años, según mi estimación. Al equipo de mi izquierda lo llame “a”, y al de mi derecha “b”. Todos corrían detrás de la pelota, naranja, pequeña y un poco desinflada, sin hacer marcación “hombre a hombre” ni ninguna táctica conocida. Todos la perseguían y la pedían entre risas, gritos y gestos grandilocuentes. Sin peleas ni discusiones de ningún tipo. Sin embargo algo me llamo la atención (siempre hay algo que me llama la atención); uno de los chicos, de camperita blanca perfectamente manchada de tierra, a veces atacaba hacia un lado y luego hacia el otro. Los empecé a contar y eran once en total. Uno de los equipos ¿tenía un jugador menos?, sí y no. Tarde en darme cuenta de cómo eran sus reglas de juego, que obviamente eran muy claras para todos y por eso no se generaban peleas. El de blanco manchado jugaba para el equipo “a” y atacaba con toda su habilidad, hasta que la pelota estuviera en manos del arquero del “b”, o hicieran un gol o la pelota saliera por atrás de la línea del arco. A partir de ese hecho, empezaba a jugar para el otro equipo, y con la misma energía, hasta que se repitiera la situación en el arco que, ahora era el contrario. Una solución salomónica, consensuada, equilibrada, justa y equitativa. Un “libero” total y literal. Jugaba para unos u otros indistintamente logrando un balance ante la ausencia de un tal Chucho que, según pude escuchar, hoy no pudo venir a jugar.
Los arcos no eran lo más apropiados. El del equipo “b” estaba hecho con dos mochilas y el de la izquierda era una pila de buzos por un lado y un enorme pino por el otro.
Había otras reglas que fui notando. No importaba quien estuviera atajando, si la pelota venia de alto, el arquero saltaba extendiendo su brazo hacia arriba y si no la tocaba, era: “alto”. Esto era por igual para todos, tanto cuando el que oficiaba de guardameta era el más chiquitín como para el de mayor estatura; todos sabían que saltar y no tocar el balón no era gol. El círculo central de la cancha era el patio de la plaza, en cuyo centro había una base de ladrillos que alguna vez sostuvo una escultura y a partir de ese punto se habrían veredas en todas direcciones. Los árboles les permitía ocultar la pelota al ser marcado por el defensor, interponiéndolo como un escudo, y la reja del cantero servía para hacer el rebote y lograr el esquive que necesitaba el apremiado atacante. El “lateral” no tenía una línea previamente fijada, no era en un lugar específico; si se alejaban mucho del centro en cualquier dirección, alguien decía ¡fuera, fuera! se  discutía unos segundos y se hacía el saque lateral.
Una paloma se detuvo, en medio del espacio de juego, buscando algo que picotear. Era obvio que ya conocía a los chicos y estos a la intrusa (que era más dueña del lugar que ellos), porque todos la esquivaron varias veces sin molestarla y el ave no se inmutaba ante sus corridas y bullicio.
Lo que me resulto muy notorio fue que a nadie le interesaba demasiado hacer un gol. Eso no era lo importante; lo que importaba era pisar la pelota, el esquive, tirar el caño, el amague, el taquito, la jugadita de lujo… que  no hacia enojar a nadie. Todo eso era pura diversión. El enojo, los gritos y las discusiones las guardaban para el partido del fin de semana en la canchita del club, ese si era un partido en serio; ahí se defendía una camiseta, un equipo. La plaza es otra cosa. Lo de hoy, en este lugar y a esta hora, es diversión y disfrute, nada más ni menos.
Finalmente, algunos se cansaron, a otros los llamaron para cumplir con alguna responsabilidad o compromiso y en pocos minutos el partido se diluyo entre sonrisas y reclamos. Mire el reloj, mire la avenida y seguí mi caminata a marcha lenta. Era un buen momento para ir a tomar un café.


                                                                                                 Rubén Chamorro ’14 

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