lunes, 4 de diciembre de 2017

El bar

Encontré en mi camino una ferretería. Mire los precios de un montón de herramientas que ya no necesitaba y, seguramente, no necesitaría nunca, pero es un comercio en el que me gusta detenerme a ver lo que ofrece. En la vidriera, abajo a la derecha, vi con cierto asombro, una tijera de mano para podar que, hace años, intente comprar. La busque en una veintena de negocios y no la pude conseguir en su momento... a buena hora la encuentro. Pero ya no importa. Lo que me interesa, ahora, es ir a tomar un café. En las diez cuadras que recorrí no vi ningún bar, lo que me hace suponer que no faltara mucho para encontrar uno. Lo mismo me ocurre cuando espero un colectivo; después de esperar media hora, no me voy caminando porque pienso: "si hace tanto que no viene ninguno, entonces el bondi debe estar por llegar..."
No me equivoqué, esta vez. Mesitas en la vereda, a pleno sol; con sombrillas que desparraman su sombra por cualquier parte, menos sobre las mesas o sillas. Imposible sentarse afuera en un día tan caluroso. Por suerte había pocas personas en el local, y la que siempre es mi mesa favorita, estaba desocupada. En un rincón y junto a la ventana. Desde esa ubicación, siempre, en cualquier bar, hay una buena vista general. Todo lo que me rodea esta accesible para satisfacer mi incansable curiosidad. Mirar y ver mi entorno. Nunca me dejare atrapar por la pantalla de un celular. Es muy frecuente que cuando alguien descubre un paisaje fantástico, da un paso atrás y saca una foto; mira la realidad desde una pantalla, y ese no es mi caso.
En las paredes, sin revocar, pero bien barnizadas, hay todo tipo de objetos que usualmente serían considerados desperdicios, pero aquí están decorando. Y quedan muy bien; no sé porque los veo elegantes. Chapas patentes viejas, partes de bicicletas, una licuadora, el volante de un viejo Torino, un paragolpes cromado (probablemente del mismo auto), y un tarro lechero, entre otras cosas; le dan un lindo aspecto al lugar. Lo curioso es que en el galponcito de mi casa, tengo tantos o más cachivaches que aquí y sin embargo, el lugar tiene un aspecto casi desastroso. Si le instalara una máquina de café, una mesa y me vistiera de mozo ¿lo vería lindo y agradable...?
Siempre me pregunto: ¿Qué es lo que le da elegancia a un lugar decorado con chapas oxidadas o aparatos rotos y viejos, sobre paredes sin revocar? Probablemente sea el aroma del café, o el de los fiambres, o las facturas recién horneadas, o la música de Sabina, que tanto me gusta, contando historias de amores ganados o perdidos, o la tranquilidad que se percibe en los que van a desayunar, alejándose de la locura cotidiana. hay un señor bastante mayor que yo, que no es poco, a quien el cortado se le enfrió hace varias páginas de su libro y la medialuna se entibió al sol que entra por el vidrio manchado de calcomanías despegadas y letras borroneadas. Una pareja joven conversa y escriben y dibujan, en un cuaderno que giran y giran, hasta que él se levanta y se sienta junto a ella; distingo en eso un proyecto que está comenzando a tomar forma. Sonrientes. Los dos con los codos sobre la mesa, ella apoya la frente sobre la mano, la mano de él frota su mentón como buscando una respuesta...
El perro lazarillo emite un ladrido suave, al tiempo que su dueño extiende su brazo y dibuja algo en el aire, pidiendo la cuenta; con la certeza de que el mozo ya lo miró. No veo a nadie exasperado o nervioso. Eso baja mi ansiedad y noto que yo tampoco, ahora, me siento con la necesidad de salir corriendo, aunque no tengo que cumplir ningún horario. La ansiedad es contagiosa. Muchas veces me apuro sólo porque los que me rodean están apurados; corro por la aceleración de otros. Me río cuando me percato de esto. Aquí es como que todos bajamos un cambio.
El mozo acaricia al perro y apoya su mano en el hombro del cliente, intercambian algunas palabras que no escucho, pero se ríen con ganas y se despiden amigablemente.
Miro por la ventana y veo gente que gesticula ampulosamente, mientras hablan por celular; otros no pueden esperar que se detengan los autos y se cruzan peligrosamente entre ellos. Dos muchachos se cruzan y saludan sin detenerse. No tienen tiempo. Sus respectivos aparatitos adheridos a las manos izquierdas, los conectan con todo el mundo pero no les dejan un minuto libre para intercambiar algunas palabras personalmente.
Mi café también se empezó a enfriar y lo apuro de un sorbo; mis medialunas ya son historia y la ferretería ya debe estar abierta. Voy a comprar esa tijera. Después de todo es bueno, cada tanto y en la medida de lo posible, adquirir algo que se quiere solo porque se quiere y no porque se necesite.
Extiendo mi brazo y hago un dibujo en el aire, mirando hacia el mostrador. El mozo me mira y viene con gesto sonriente y amigable,
                                                                                                             Rubén Chamorro  Dic17

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