Mi soledad, es absolutamente mía. Estoy tan apegado a ella que, cuando se cansa de vagar esquivando hombros, la cargo sobre los míos.
Los monólogos se tornan gestuales sin darme cuenta; y otros solitarios me miran con un amague de preguntas retóricas, pero ella y yo los esquivamos pegando la mirada en los adoquines y seguimos con esa charla borracha de frustraciones.
Doblo esquinas porque sí hasta que las sombras se estiran y acarician las veredas de enfrente. La luz del cartel me tiñe de blanco y negro y detengo mis zapatos justo frente a lo que queda de la farmacia incendiada… y la miro y no la miro y no sé que veo, porque la verdad –ya lo sabemos- no busco nada; solos, ella, a quien todavía cargo, y yo, reflejados sobre el vidrio tiznado y roto.
Noto la presencia de alguien detrás mío, a la derecha. Lo ignoro. Escucho el ruido de un carrito que llora por un poco de grasa y se queja de sobrepeso. Un solo (otro solo), con su soledad cargada sobre los hombros, se para a nuestro lado sin que crucemos miradas y, en la calle silenciosa, frente a estas ruinas que ya no fuman… alcanzo a escuchar que dicen, o se dicen: ¡Esto, esto no tiene remedio!
Rubén Chamorro

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