La noche era calurosa, húmeda y silenciosa. Algunos focos de la
calle estaban apagados y la suave luz de la luna se asomaba entre las copas de
los plátanos, unidas en el centro de la calle, a varios metros de altura.
Una casa abandonada y casi desmantelada, era el único lugar del
trayecto que podía ser preocupante.
A medianoche y en la soledad de mis zapatos apurados por el
cansancio, no debía dejar de mirar su aspecto de guarida… por las dudas. De
pronto, surgió del interior de sus derruidas paredes una sombra negra que corriendo desaforadamente, se me abalanzaba en
una clara intención de ataque. La gran bestia
de pelaje negro, parecía dispuesta
a masticar, al menos, una de mis piernas; de inmediato gire y lo
enfrente, flexione las rodillas, el cuerpo levemente inclinado hacia adelante, abrí
los brazos tanto como pude… no emití ni un solo sonido. Así me quede unos segundos
en una postura que indicaba, claramente, que no me quedaría quieto ante su
avance. El pobre perro, ahora iluminado por una feérica luz estelar, se veía
flaco y enfermo. Se detuvo instantáneamente y sin dejar de ladrar y gruñir, se
alejo en sentido contrario con la cola entre las patas. Me causo gracia y pena.
El animal solo cuidaba su territorio; ante su estrategia, la mía había sido más
efectiva.
No me asustan los nocturnos perros callejeros, hay cosas más
preocupantes que esa situación. Temo a los mosquitos, en realidad, no a las
nubes de mosquitos sino al que,
solitario, me atormenta a partir del momento en que apago la luz y apoyo la
cabeza sobre la almohada, en pos de un merecido, necesario descanso, que él
interrumpirá tanto como pueda.
La oscuridad se hace total y treinta segundos después, su zumbido
suena alrededor de mi cabeza como una trompeta llamando a la carga de la caballería.
No es su picadura y la posterior roncha lo que me preocupa o inquieta, es el
acecho al que me somete lo que no me deja dormir. Cuando se relajen mis brazos
y caigan mis parpados, yo seré su presa y el será mi depredador.
Comienzan mis manos a danzar, en el aire, una cacería que, por
cierto, no es más que mi propia defensa ante algo que no veo, pero que
presiento muy cerca, por un momento silencioso, pero todo el tiempo sediento de
mí. Sé que no está lejos, tal vez se estaciono sobre la sabana, riéndose de mí,
un pobre ser humano que no tiene escapatoria. En algún momento de la noche, yo
terminare siendo su alimento.
Quisiera recordar cuantas veces fui víctima del temor por el
acecho de lo que nunca vi, Cuantas veces sufrí las irreales amenazas de la
sombra chinesca que, danzante sobre la pared, dibuja miedos nacidos en mitos
incorporado por la puerta de la inocencia.
Amenazado por un mosquito. Amenazado. Amenazado por tantas cosas…
traicioneros, pretextos, una roncha, un hipócrita latente que necesita de mi
agotamiento y de mi sueño, o de mi voluntad rendida y de mi cansancio.
Amenazado por quien no merece ser temido y aún así, consigue transformarnos en
presa, amenazado por quien tampoco debe ser víctima de los temores ajenos.
Que irónico que el miedo propio sienta miedo del miedo ajeno…
Pasare mañana por la misma calle a plena luz del día y mi visión
será otra, distinta o nueva. Seguramente veré al flaco y enfermo perro jugando
con una bolsita de nylon que la brisa se empeña en remontar. Ya no nos
tendremos miedo, podremos ser amigos.
Ya no mas picaduras de mosquitos depredadores, mañana encontrare
la forma de arreglar nuestras diferencias. El mundo es demasiado grande para
que estemos los dos encerrados en el mismo dormitorio.
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